Elena era preciosa. No creo que su belleza fuera puramente espiritual, como ciertas personas decían, si te fijabas tenía algunos defectos; ojos un poco pequeños, labios demasiados gruesos, mejillas pálidas, cabellera enteramente lacia; sin embargo, el conjunto de su rostro poseía armonía. La belleza es un misterio. Elena era preciosa.
Aquel día, en el que fui a su casa por primera vez, tropezé torpemente y el jarrón de porcelana voló por los aires para hacerse añicos. Elena me sonrío amablemente y recogió los pedazos del jarrón escrupulosamente mientras comentaba que era muy supersticiosa y que aquello tenía que arreglarlo de inmediato. Supe en ese instante que a más de bonita era buena. Me ruboricé un poco, me miró dulcemente con los ojos bajos y me dijo que no me preocupase, que son cosas que pasan. Yo había ido a su casa porque tenía que tratar un asunto con su padre, después intentaría volver mil veces por ella.
La vida no fue fácil para nadie en aquella época y al cabo de dos años la familia de Elena tuvo que emigrar a Francia. Nos prometimos cartas y besos, pero el tiempo es inflexible y el olvido se fue adueñando tristemente de nosotros. Ahora, cuarenta años después, recuerdo su primer beso, aquel en el que sus labios parecieron de papel y en la soledad de mi cuarto sonrío quedamente.